Complejo de Edipo
por Miguel Lares
Aunque recordarlo resulte una obviedad, el
advenimiento a la condición humana supone un pasaje por la primera infancia.
Las marcas de ese tránsito
no sólo están señaladas por los recuerdos biográficos que alguien pueda narrar.
Desde la aparición
del psicoanálisis y particularmente en la sesión analítica, las trazas del pasaje por la infancia se revelan en aquello
que Freud denominó formaciones del inconsciente: sueños, lapsus, chistes, actos
fallidos, en la vía de la psicopatología de la vida cotidiana. O los síntomas,
en el sesgo mórbido.
El inconsciente
revela que algo se encuentra en falta y que esa falta es efecto de la amnesia
que ha recaído sobre los deseos infantiles reprimidos; deseos que corresponden
a lo que Freud caracteriza como el
período sexual de la primera infancia.
¿Hacia quienes han
estado orientados esos deseos sexuales infantiles?
Hacia aquellos que
de manera significativa han intervenido en el pasaje del sujeto por la primera
infancia, pasaje crucial en tanto posibilita la relación con el lenguaje y por
ende con la cultura.
Seguramente por
constituir una situación excepcional, no suele recordarse más a menudo que para
la adquisición de la lengua materna hay
una prescripción que se ubica alrededor de los 6 años. Si hasta ese momento el
sujeto no ha tenido contacto con la lengua materna, ya no cuenta con
posibilidades de adquirirla. Cuestión que marca un campo de problemas
diferentes con los que, por ejemplo, se derivan del analfabetismo.
El entramado particular
que vincula la función de los padres con el período sexual de la primera
infancia, se encuentra aludido en lo que clásicamente se conoce como el
complejo de Edipo.
En los primeros
meses del año 1924, Freud escribe “El
sepultamiento del complejo de Edipo”.
Este artículo
reclama un especial interés ya que en él Freud hace hincapié por primera vez en
el diferente decurso que la sexualidad toma según se trate del niño o de la
niña.
La primera frase del
escrito freudiano subraya el papel clave del complejo de Edipo en la escena
infantil: “el complejo de Edipo revela
cada vez más su significación como fenómeno central del período sexual de la
primera infancia”.
Años más tarde (1957) en el seminario Las
formaciones del inconsciente, Jacques Lacan efectuaba este particular
comentario sobre el mismo tema: “El complejo de Edipo no es tan sólo una catástrofe, porque es el
fundamento de nuestra relación con la cultura.”
Es un hecho que los
mortales (categoría que excluye a los animales(*)) advienen a un mundo en el que gobierna la palabra. La palabra impone
por sí misma una estructura que determina que en el sujeto hablante, la
cuestión de sus relaciones con lo que dice suponen necesariamente un tercero. Si
alguien dice algo, no puede decir al mismo tiempo su relación con lo que dice.
Una estructura es
un orden constituido por elementos discretos que mantienen una relación entre
sí. Esa relación de oposición define el valor y la función de cada uno de esos
elementos.
Asimismo una
estructura al instituirse como tal recorta algo que no está estructurado. Por
lo tanto la constitución de una estructura instituye al mismo tiempo lo que
está en falta en ella.
Esta condición de
la estructura (la de constituirse en una relación de exclusión con lo que está
en falta) se encuentra en consonancia con una definición del significante que la
obra lacaniana se encarga de enfatizar
en distintos momentos de su desarrollo: “El
significante, es lo que representa a un sujeto para otro significante”.
El significante no
puede significarse a sí mismo y lo que define su función es ser lo que los
otros no son, es no ser sino diferencia.
Todo estudio serio
sobre la primera infancia debería considerar la importancia de abrevar en esta
definición del significante ya que lo que en nuestra cultura conocemos como
madre y padre representan una función inscrita en un orden simbólico; de tal
inscripción, que es significante, resulta la encarnación en los vivientes que,
por su función, se conocen como padre y madre.
(*)
“Ser inmortal es baladí; menos el hombre todas las criaturas lo son,
pues ignoran la muerte” J.L.Borges “El inmortal”
No resulta
relevante considerar a padre y madre tan solo como personas con las que eventualmente
los individuos tienen una relación significativa desde su nacimiento y durante
un período significativo de sus vidas.
Primordialmente,
padre y madre, son significantes y únicamente desde esa inscripción en un orden
simbólico resulta posible algún esclarecimiento
sobre las funciones de las que están atribuidos.
No está exento de
complejidad determinar el proceso por el cual los vivientes encarnan una
función simbólica, en este caso la parental.
Del padre siempre
se duda, esto circula como una especie de chiste en el acervo popular, pero
tampoco resulta sencillo definir a la madre ya que desde el punto de vista del
embarazo, las estructuras embrionarias y fetales (cuyas envolturas están en
relación con aquellas del huevo que se conoce como placenta) diseñan una
morfología muy particular respecto a la comunicación exterior-interior.
Complicación ésta,
la de definir a la madre, que en la actualidad ha alcanzado una dimensión in si tenemos en cuenta las posibilidades de
implantar el óvulo (fecundado) de una mujer en el útero de otra.
En la dialéctica de
los significantes parentales y en una primigenia versión de la dimensión
simbólica, la madre representa el significante primordial.
En la dialéctica de
esta primera etapa encontramos al niño en una particular dependencia no de la
madre, tal como el sentido común lo indica, sino del deseo de la madre.
¿Por qué caracterizar
a la madre como deseante?
Que haya un deseo
de la madre implica, entre otras cosas, que la madre no es un animal, sino que
forma parte, como hablante, de un mundo simbólico.
Esta pertenencia
marca una sujeción y una relación con algo que está en falta. En tanto desea
hay ahí señalada una incógnita. Si lo pensáramos en términos de una ecuación
llamaríamos X a esa incógnita.
En las idas y
venidas de la madre, y porque la madre no es ubicua (como se diría de Dios), el niño tiene desde el origen una
aprehensión de la vinculación del deseo materno con esa X y bajo la forma del
par opuesto presencia-ausencia.
Este esbozo de
subjetivación establece a la madre como ese significante que puede estar o no
estar, abriéndole al niño la dimensión de algo distinto que la madre puede
desear en el plano imaginario.
Si en el plano imaginario
hay un deseo, se deduce entonces que en lo que atañe a la imagen hay algo que se
encuentra en falta.
Los bebés entran en ese orden de la imagen por la vía de esa
abertura específica de la relación imaginaria con quien representa la dimensión
simbólica (la madre) y en los términos radicales de la oposición significante
que señalamos (presencia y ausencia).
Esta dialéctica
especular (aquella del estadio del espejo antes del primer año de vida) implica
que la posibilidad de los bebés de efectuar un movimiento que va de la imagen
que descubren en el espejo hacia quien los sostiene, está sustentada en que la
imagen no es toda, porque si fuera toda el niñito quedaría capturado, sin
posibilidades de extractarse de ella.
Ese “no es
toda” refiere a que ese presunto capricho materno, del ir y venir,
está marcado desde el origen por un más allá de la madre (la X de su deseo).
Por eso decíamos que
desde el principio la dependencia del deseo de la madre se encuentra
desprendida de la simple vivencia de esa dependencia, haciendo que su deseo
dependa del deseo de la madre y no de la madre misma, como viviente que encarna.
El cuerpo de la
madre es entonces un cuerpo deseante y
por ende (como ocurre con todos los mortales) no encarna un cuerpo natural; está
en relación a un orden simbólico, es un cuerpo marcado por la sexualidad y por
la muerte.
¿Cómo se conjuga
esto con que aún así la madre en cierto tiempo lógico, encarna la representación de
una dimensión primordial?
En la obra de Lacan
uno de los modos en que esto se plantea es con relación a la teoría de los
conjuntos: la inexistencia de la clase de los conjuntos que se contienen a sí
mismos.
No hay ningún modo
de inscribir en un conjunto ese algo que se podría extraer de él designándolo
como el conjunto de los elementos que se contienen a sí mismos.
Que la dimensión
que encarna la madre tenga una falla o un vicio estructural, se refiere a
una falla en el saber (1). Esa falla en el saber se vincula con la falta de un significante que
pudiera ubicar los términos hombre y mujer, con la falta de un lazo
significante que pudiera hacer de ellos Uno.
Aquí se produce un
giro en el campo del Edipo. En tanto la dimensión simbólica (o universo del
discurso) no es un universo cerrado y unificado, hay una falta que se articula
con una demanda. Demanda de lo que le falta a la mamá, representante de ese
orden que la trasciende, demanda de lo que esa dimensión desea.
Recordemos que
veníamos de comentar que para el niñito en la dialéctica especular quedaba
anotado que el deseo de la madre estaba
en relación a una X, una incógnita que
se presenta bajo la forma presencia-ausencia, por lo que su deseo (el del bebé)
tomaba como objeto el deseo de la mamá.
Recapitulemos. En
la lógica de la constitución subjetiva ubicamos algo que atañe a la imagen, lo
que supone un marco y por ende, algo que queda por fuera de él.
Lo que ordena ese
campo imaginario es lo que Freud denomina como la otra escena (eine andere
Shauplatz), que concierne a lo
simbólico, en cuya dimensión queda ubicada la falta de un significante que
pudiera unificar las pulsiones parciales, falta que se encuentra en
(1)
Recordamos
a modo de ilustración una anécdota, que preludia un libro sobre Física moderna.
Un profesor estaba
dando una conferencia en la que explicaba esas finas reglas de juego que rigen
los cuerpos celestes en el Universo. Cuando termina, una señora mayor se
levanta y le dice: “¡Todo lo que Ud. ha dicho son puras tonterías, el planeta
tierra está apoyado encima de la caparazón de una gran tortuga!”. El profesor
la contempla con indulgencia y le responde: “Pues bien, entonces la tortuga
¿dónde se apoya?”.
La señora, sin
vacilar, contesta: “Ud. Jovencito es muy astuto pero la respuesta es muy fácil,
¡la primera tortuga se apoya sobre un número infinito de tortugas!”.
La respuesta no
sólo es ingeniosa sino que también toca el problema de la inconsistencia del
Otro y a la no clausura ni unificación del universo del discurso. Esa falta de
consistencia no impide sin embargo continuar operando.
Por otra parte tuvimos de
presenciar hace ya muchos años una breve escena, desarrollada entre un niñito,
aproximadamente de 3 años y la mamá. El niños le pregunta a la mamá ¿Y calle
con que empieza? Con “C” le responde la mamá ¿Y auto con que empieza? Con “A”
contesta la madre ¿Y “A” con que empieza? Silencio de la mamá. Ahí el chiquito
señaló una falla en el Saber, expresó lo que se denomina un mitologema. Una pregunta sobre el
origen, que así como la muerte, barran al Saber. Para esto no importa si la
mamá hubiera eventualmente respondido: “con A”; de haber sido así podemos
imaginar una continuidad en la escena en la que el chico sigue preguntando
infinitamente “¿y esa otra A con que empieza?”. O que le hubiera contestado con
un mito al estilo de que la primera “A” fue la de Adán y esa la creo Dios.
Tampoco es
imposible imaginar otro desenlace, muy habitual por cierto, en el que la mamá
ante la recurrencia y para poder pasar a otras cosas, dice: ¡Basta!
relación a un significante privilegiado, designado como
Falo.
Sin poder avanzar
en una conceptualización más amplia resulta necesario indicar otro término que
forma parte de la lógica lacaniana: el objeto “a”.
El objeto “a”
designa el resto que se desprende de esa operación de constitución subjetiva,
un resto que no es especularizable ni simbolizable y que en esta lógica está
referido a los orificios o bordes del
cuerpo: ano, ojos, boca, oído, etc. El objeto “a” es prueba de alteridad.
Es posible concluir
que todo ese circuito está recorrido por la falta. La falta está en el origen.
Volvamos ahora a
los tiempos lógicos del complejo de Edipo para destacar un segundo momento
lógico en el que hay un giro muy importante en la consideración del deseo
de la madre.
Se trata de la
intervención de la ley en la escena imaginaria, de un modo menos velado que en
ese primer momento lógico.
La madre es
remitida ya no a su propia ley, que suponía esa suerte de ir y venir del
capricho, sino a aquél término que se presenta como soporte de la ley y que
remite a la función paterna.
Esto es lo que
conocemos como la fase privativa del Complejo de Edipo, aquí la palabra del
padre interviene sobre el discurso de la madre estableciendo una prohibición: “no reintegrarás tu producto”.
La castración, en
esta instancia recae sobre la madre. Es un momento clave porque el niño está
aquí puesto a elegir si rechaza o no la castración de la mamá. El rechazo
supone la identificación con el falo.
Por otra parte esta
elección no es absolutamente libre en tanto se da en una frase que ha sido
empezada por sus padres antes de su propio advenimiento.
En este segundo
tiempo lógico y bajo estas premisas la función paterna conmueve al niñito y lo
hace tambalear en su condición de
súbdito de la corona materna.
En el caso que al
chico le llegue la cédula de desalojo de la posición de falo de la mamá (porque
no rechazó la castración materna y porque están dadas una serie de condiciones
para que esto ocurra) se produce un nuevo giro en esta dialéctica.
El padre demuestra
que el falo lo tiene, que no lo es. El padre que rivaliza con el
hijo por el amor de su mujer se encuentra del lado de que lo es, lo cual complica para
el hijo la salida del proceso.
Si interviene como
el que tiene el falo se reinstaura
esa instancia del falo como objeto deseado de la madre y se posibilita la
identificación con el padre. Esa identificación que corresponde al campo de
problemas del significante, en el caso del niño, queda en reserva posibilitando
en el futuro una significación relativa a la virilidad.
En el caso de la
niñita, en la salida del Edipo no se confronta con esa identificación ni debe
conservarla a título de virilidad. Sabe donde está eso así como dónde ir a
buscarlo y se dirige hacia quien lo tiene. De ahí que la feminidad tiene
siempre esa dimensión cifrada, como la de una coartada que alude a la hendidura
de un enigma.