jueves, 11 de septiembre de 2014

Evocaciones - Marcelo Izaguirre sobre el libro Juego e infancia


Evocaciones

A propósito del libro de Miguel Lares,
 Juego e infancia, ed. Lumen 2014.

Comentar un libro nos ubica de alguna manera en la categoría de críticos, aunque Gombrowicz afirmó que lo que falta en nuestro país son críticos y ensayistas. Nuestra presencia aquí y el cuerpo de este libro que toma la forma del ensayo lleva a coincidir más con la posición de Ricardo Piglia, que afirma que “la crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas”.
Comentar un libro que se titula juego e infancia nos sitúa ante una dificultad que está marcada por la variedad de temas que allí se incluyen y el modo en que estamos comprometidos en esos temas. Quién aunque no haya sido muy juguetón, no ha jugado alguna vez a algo y quién, a pesar de don Fulgencio, no ha tenido infancia. A lo que habría que agregar, en este caso, la multiplicidad de referencias que atraviesan el texto.
Hay, por otro lado, diversas maneras de comentar  un libro. Se puede hablar de la forma en que se ha armado o de su contenido. En cuanto a la forma observé cómo Miguel armó este libro y me llamó la atención que tiene 13 capítulos. Lo que llevó a concluir rápidamente que entre los juegos a los que Miguel se ha dedicado no se encuentra la carrera de caballos, pues en tal caso contrario se hubiera encargado de agregar o sacar algún capítulo. Por otro lado recordé que Lacan escribió un artículo que llamó el número 13  o la forma lógica de la sospecha, del año 1945 y salió publicado en cahiers d’ art. Dirá que el número trece es el que da la forma ambigua de la sospecha.
Respecto al contenido de entrada se destaca que “ni en el campo de lo sonoro ni en el de la imagen, los mortales logran una ubicación cabal y eso es –curiosamente- lo que posibilita que tengan voz e imagen propia”. Esa falta de ubicación es producto del lenguaje y vinculado  con ello presenta el trabajo de Freud de 1907 sobre poesía en conexión con el juego del niño. Para  quienes conocen a Miguel, su gusto por la música y lean este libro podrán comprender claramente el por qué de ese vínculo con la música y el discurso. Destaca cómo el arrullo sirve para tranquilizar al niño que se quiere dormir al tiempo que recuerda, tomando el ejemplo del niño de Freud, la posibilidad que tiene la palabra de iluminar un cuarto a oscuras.
 Es, asimismo, lo que él señala en la introducción: “Partimos de allí, desde la cadencia y el ritmo de la poesía y del juego donde lo que importa no es tanto la significación de lo que se dice,  sino lo que conduce a la musicalidad del hablar”. Dicho esto, si enfatizamos el final, podríamos reivindicar la afirmación de Melanie Klein cuando sostenía que para ella el análisis de un niño finalizaba cuando el pequeño adquiría la palabra. Jugando entre Klein y Lares podemos afirmar, con relación al niño, que no se trata de lo que pueda decir sino de que se vaya con la música a otra parte.
En el capítulo 3 comenta dos casos de niños que le fueron relatados por alguien que había observado las situaciones. El primero de ellos es similar al juego del fort-da freudiano y el segundo lo nomina como el niño del altiplano, que se  encuentra al borde del precipicio, y su informante destaca ante el peligro que se encuentra ese niño, la falta de atención que prestan al peligro su hermana mayor y el resto de los adultos presentes. Miguel destaca esa relación del precipicio – vacío, con los temas que trabaja Freud de muerte y sexualidad y también que la lectura que se hace de esa situación no deja de estar relacionada con el tema cultural. Quisiera destacar lo que el observador le ha relatado a Miguel ante esa niña al borde del precipicio cuando se interrogaba “¿Y si la irrupción de un grito por parte de un personaje forastero desencadenaba la tragedia que con esa advertencia trataba de prevenirse?” Podríamos decir que ese observador quizás había leído lo que indica la programación neurolingüística en casos similares, cuando señalan que a un funambulista nunca hay que decirle no te caigas, porque el inconsciente no escucha la negación. Como también se alude allí al tema de la religiosidad resonaba para mí en este capítulo la discusión del personaje de la carta de Diderot, sobre los ciegos para uso de los que no ven, cuando intenta mostrar que es absurdo suponer que hay un orden en el mundo diseñado por Dios.
Ese capítulo debe ser   confrontado con el 5 que desde el título mismo se relaciona con el tema mencionado: la escena de la infancia y lo grave. Aquí, por otro lado, habría que retomar la cuestión de las formas ya que este es uno de los tres capítulos que ha sido escrito junto con Paula de Gainza y en cada uno de ellos emerge un caso clínico. Como si cuando habla Miguel solo sería casi borgiano, en el sentido que Borges decía que no era necesario usar la palabra Palermo para hacer saber que hablaba de Palermo. De tal modo, luego de su capítulo sobre topología, en el que Miguel da cuenta de diferentes modos de pensar el sujeto en Lacan, desde la primacía del significante o del corte; Paula parece hacer saber que es necesario retomar el objeto de estudio, el niño. No se trata de una cuestión de género, por supuesto, pero es sabido que a los hombres nos gusta delirar con el orden del mundo mientras las mujeres ponen el toque realista en ese orden. El capítulo 11, denominado un viaje perpetuo podría ser un buen ejemplo de mi argumento. A partir de un episodio de la década del sesenta, que remite al viaje  de la onda electromagnética el autor del cuento hace saber, informa Miguel, que la onda electromagnética llevaba viajados 15.392 días (369.408 horas, 22.164.480 minutos o 1.329.868.800 segundos) hacia el viaje perpetuo. Para aclararlo y hacernos saber nuestra pequeñez o reflexionar sobre el valor de la historia, como él destaca, una imagen capturada en la infancia en los términos de la radiación electromagnética viaja alejándose de la tierra cada hora 1.080 millones de kilómetros.
Encontraremos un sentido diferente a cualquier interpretación que se haga del viaje permanente de la onda electromagnética, si releemos el final del capítulo sobre la infancia y lo grave, donde Miguel y Paula parecieran recurrir a la posición del gato en el cuento de Alicia en el país de las maravillas, al interrogar adónde vamos, ya que la niña estaba perdida respecto de dónde se iba con todo eso a lo que se jugaba  y ellos proponen asumir ese atolladero y ponerlo en escena de jugando para afirmar “Entonces (si resulta posible, o sea que ellos mismos dan por sentado que no siempre es posible) vamos a jugar a que todo el tiempo estamos yendo a algún lado y también jugando a preguntar adónde vamos con todo esto”.  
No se deja de aludir a un tema trabajado en general, que tiene que ver con la diferente concepción del mundo antiguo y el moderno, en tanto aquel estaba más a la mano mientras que el último, sometido a la matematización no deja de resultar extraño para el común de los mortales. Tema similar al que en su momento aludió Paul Feyerabend  al hacer saber que la matematización del mundo llevó a creer que Aristóteles había sido superado, pero eso no ha sido otra cosa que uno de los tantos malentendidos. El desarrollo de esos temas le permite señalar la diferencia entre Freud y Lacan en el capítulo sobre la animación de las cosas.
Otro punto resaltado en el capítulo sobre la infancia y lo grave es el modo en que toda demanda aparece a priori medicalizada, con la apelación a la medicina que recurre a la ciencia, con el valor de verdad absoluta que ésta ha adquirido en los tiempos que corren (salvo, cabe agregar ya que he mencionado a Feyerabend, la crítica que él ha realizado tanto a la ciencia como a los médicos, pero claro no hablamos en ese caso del común de los mortales). Esa situación conduce a los padres a adherir a promesas terapéuticas que conduzcan a que “el niño se vuelva manejable y llevadero”. Podría agregar que eso no sólo ocurre con los niños, también con los adolescentes y jóvenes. Cualquiera que pueda escuchar la demanda de padres de los aludidos puede recomendar el retorno de la famosa escuela para padres que se encuentran cada vez más desorientados.
Otro capítulo en que emerge el recorte clínico de un niño en análisis es el que se denomina juguetes. Allí se da cuenta del viraje que se pudo producir al cambiar la posición del niño a través del juego: de ser el niño “objeto de un sacrificio” pasó a ser una ficha sacrificada con una implicación diferente sobre su cuerpo, que condujo a que se produzca un movimiento que posibilitó la puesta en juego de una pérdida. Todo ello sucedió sin la necesidad de situar al niño en un lugar específico, como si fuera la ficha sacrificada, para promover la función de la indeterminación que posibilitó el desplazamiento de las diferentes representaciones. Creo que lo fundamental en ese caso es el tema del cuerpo.
El siguiente capítulo en colaboración con Paula se denomina mortinato, pero lo podríamos llamar del bebé hamletiano, pues no había sido despedido por sus padres en ritos funerarios. Se trata de un mellizo que habiendo fallecido la madre no sabía nada de él, y el padre manifestaba que había sido enterrado pero no sabía dónde. Los padres se comportaron entonces como si lo pasado pisado, contrariando al poeta que sostenía que el pasado no es irreparable, pues el pasado en definitiva no es otra cosa que lo que nuestra memoria quiere, dado que el pasado es nuestra memoria del pasado. En la consulta por el hermano vivo surge el síntoma de un problema de pronunciación, justamente, de las consonantes del hermano innombrable. El juego dio lugar al  pasaje del rechazo del duelo a la incorporación del ausente a través de la pregunta por dónde está su hermano. Respecto a ese interrogante allí se comenta lo que ha dicho Phillipe Julien con relación a ese tema, y lo destaco porque me parece que es siempre un interrogante de los adultos cuando ocurren episodios desgraciados en las familias, y seguramente por ese motivo se le ocurrió recordar el interrogante: “si se debe transmitir o no, a la generación siguiente, el relato de los acontecimientos dolorosos que la han precedido”. La alusión a Philippe Julien produjo otra evocación en la que están involucrados los niños pero en la que habrá que diferenciarse de lo que sostiene si uno lo toma con relación a la infancia. En ese otro texto Julien interroga (El manto de Noé. Ensayo sobre la paternidad, citado por Jean Michel Rabete,  en Lacan literario)  “¿qué hay mejor en el mundo para un hijo que el amor de la madre?”; y al agregar que su saber provenía de la gestación y de la lactancia afirma que “Tiene un saber que ningún hombre, ni siquiera el mejor del mundo, podría verdaderamente reemplazar o imaginar. Es por ello que si el padre es eminentemente intercambiable en su papel de educador, la madre, por el contrario, no lo es y no puede ser reemplazada por el padre”. Ni la versión buena de la madre de Melanie Klein o Winnicott, habían llegado a tanto. Evocando la infancia, la bondad y el amor  de la madre, tenemos el relato de Françoise Dolto sobre la de ella, cuando ante la muerte de su hermana la madre le hizo saber que eso había sucedido porque ella no había rezado lo suficiente.
Durante varios capítulos encontramos el precursor de Miguel si aceptamos la idea de que cada escritor crea sus precursores, y tenemos en cuenta las alusiones a Jorge Fukelman, además de la explícita referencia a las conversaciones que mantuvieron con él Miguel y Paula que tomó la forma de libro. En el capítulo final, con un tema que muestra la coherencia argumental presente en todo el libro, al trabajar sobre la voz,  aún dejando las reservas del caso - al igual que René Girard-  sobre el tema del asesinato primordial dado que no había ley, Miguel comenta Tótem y tabú, para hablar de la filiación que no se reduce a una mera transmisión de la palabra (donde se diferencia la filiación de la melancolía).
Para finalizar quisiera destacar de este libro que a pesar de las múltiples referencias y temas trabajados en su desarrollo, lo que encontré en el autor me llevó a otra evocación, la de un crítico de Freud como fue Wittgenstein, cuando ante la pregunta si encontraba erudición en Freud, las contundentes palabras con las que respondió fueron: erudición no, inteligencia sí.

Marcelo Izaguirre