Evocaciones
A
propósito del libro de Miguel Lares,
Juego
e infancia, ed. Lumen 2014.
Comentar un libro nos
ubica de alguna manera en la categoría de críticos, aunque Gombrowicz afirmó
que lo que falta en nuestro país son críticos y ensayistas. Nuestra presencia
aquí y el cuerpo de este libro que toma la forma del ensayo lleva a coincidir
más con la posición de Ricardo Piglia, que afirma que “la crítica es la forma
moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus
lecturas”.
Comentar un libro que se
titula juego e infancia nos sitúa ante una dificultad que está marcada por la
variedad de temas que allí se incluyen y el modo en que estamos comprometidos
en esos temas. Quién aunque no haya sido muy juguetón, no ha jugado alguna vez
a algo y quién, a pesar de don Fulgencio, no ha tenido infancia. A lo que
habría que agregar, en este caso, la multiplicidad de referencias que
atraviesan el texto.
Hay, por otro lado,
diversas maneras de comentar un libro. Se puede hablar de la forma en que
se ha armado o de su contenido. En cuanto a la forma observé cómo Miguel armó
este libro y me llamó la atención que tiene 13 capítulos. Lo que llevó a
concluir rápidamente que entre los juegos a los que Miguel se ha dedicado no se
encuentra la carrera de caballos, pues en tal caso contrario se hubiera
encargado de agregar o sacar algún capítulo. Por otro lado recordé que Lacan
escribió un artículo que llamó el número 13 o la forma lógica de la
sospecha, del año 1945 y salió publicado en cahiers d’ art. Dirá que el número
trece es el que da la forma ambigua de la sospecha.
Respecto al contenido de
entrada se destaca que “ni en el campo de lo sonoro ni en el de la imagen, los
mortales logran una ubicación cabal y eso es –curiosamente- lo que posibilita
que tengan voz e imagen propia”. Esa falta de ubicación es producto del
lenguaje y vinculado con ello presenta el trabajo de Freud de 1907 sobre
poesía en conexión con el juego del niño. Para quienes conocen a Miguel,
su gusto por la música y lean este libro podrán comprender claramente el por
qué de ese vínculo con la música y el discurso. Destaca cómo el arrullo sirve
para tranquilizar al niño que se quiere dormir al tiempo que recuerda, tomando
el ejemplo del niño de Freud, la posibilidad que tiene la palabra de iluminar
un cuarto a oscuras.
Es, asimismo, lo
que él señala en la introducción: “Partimos de allí, desde la cadencia y el
ritmo de la poesía y del juego donde lo que importa no es tanto la
significación de lo que se dice, sino lo que conduce a la musicalidad del
hablar”. Dicho esto, si enfatizamos el final, podríamos reivindicar la
afirmación de Melanie Klein cuando sostenía que para ella el análisis de un
niño finalizaba cuando el pequeño adquiría la palabra. Jugando entre Klein y
Lares podemos afirmar, con relación al niño, que no se trata de lo que pueda
decir sino de que se vaya con la música a otra parte.
En el capítulo 3 comenta
dos casos de niños que le fueron relatados por alguien que había observado las
situaciones. El primero de ellos es similar al juego del fort-da freudiano y el
segundo lo nomina como el niño del altiplano, que se encuentra al borde
del precipicio, y su informante destaca ante el peligro que se encuentra ese
niño, la falta de atención que prestan al peligro su hermana mayor y el resto
de los adultos presentes. Miguel destaca esa relación del precipicio – vacío,
con los temas que trabaja Freud de muerte y sexualidad y también que la lectura
que se hace de esa situación no deja de estar relacionada con el tema cultural.
Quisiera destacar lo que el observador le ha relatado a Miguel ante esa niña al
borde del precipicio cuando se interrogaba “¿Y si la irrupción de un grito por
parte de un personaje forastero desencadenaba la tragedia que con esa
advertencia trataba de prevenirse?” Podríamos decir que ese observador quizás
había leído lo que indica la programación neurolingüística en casos similares,
cuando señalan que a un funambulista nunca hay que decirle no te caigas, porque
el inconsciente no escucha la negación. Como también se alude allí al tema de
la religiosidad resonaba para mí en este capítulo la discusión del personaje de
la carta de Diderot, sobre los ciegos para uso de los que no ven, cuando
intenta mostrar que es absurdo suponer que hay un orden en el mundo diseñado
por Dios.
Ese capítulo debe
ser confrontado con el 5 que desde el título mismo se relaciona con
el tema mencionado: la escena de la infancia y lo grave. Aquí, por otro lado,
habría que retomar la cuestión de las formas ya que este es uno de los tres
capítulos que ha sido escrito junto con Paula de Gainza y en cada uno de ellos
emerge un caso clínico. Como si cuando habla Miguel solo sería casi borgiano,
en el sentido que Borges decía que no era necesario usar la palabra Palermo
para hacer saber que hablaba de Palermo. De tal modo, luego de su capítulo
sobre topología, en el que Miguel da cuenta de diferentes modos de pensar el
sujeto en Lacan, desde la primacía del significante o del corte; Paula parece
hacer saber que es necesario retomar el objeto de estudio, el niño. No se trata
de una cuestión de género, por supuesto, pero es sabido que a los hombres nos
gusta delirar con el orden del mundo mientras las mujeres ponen el toque
realista en ese orden. El capítulo 11, denominado un viaje perpetuo podría ser
un buen ejemplo de mi argumento. A partir de un episodio de la década del
sesenta, que remite al viaje de la onda electromagnética el autor del
cuento hace saber, informa Miguel, que la onda electromagnética llevaba
viajados 15.392 días (369.408 horas, 22.164.480 minutos o 1.329.868.800
segundos) hacia el viaje perpetuo. Para aclararlo y hacernos saber nuestra
pequeñez o reflexionar sobre el valor de la historia, como él destaca, una
imagen capturada en la infancia en los términos de la radiación electromagnética
viaja alejándose de la tierra cada hora 1.080 millones de kilómetros.
Encontraremos un sentido
diferente a cualquier interpretación que se haga del viaje permanente de la
onda electromagnética, si releemos el final del capítulo sobre la infancia y lo
grave, donde Miguel y Paula parecieran recurrir a la posición del gato en el
cuento de Alicia en el país de las maravillas, al interrogar adónde vamos, ya
que la niña estaba perdida respecto de dónde se iba con todo eso a lo que se
jugaba y ellos proponen asumir ese atolladero y ponerlo en escena de jugando para afirmar “Entonces (si resulta
posible, o sea que ellos mismos dan por sentado que no siempre es posible) vamos a jugar a que todo el tiempo estamos yendo a
algún lado y también jugando a preguntar adónde vamos con todo esto”.
No se deja de aludir a un
tema trabajado en general, que tiene que ver con la diferente concepción del
mundo antiguo y el moderno, en tanto aquel estaba más a la mano mientras que el
último, sometido a la matematización no deja de resultar extraño para el común
de los mortales. Tema similar al que en su momento aludió Paul Feyerabend
al hacer saber que la matematización del mundo llevó a creer que Aristóteles
había sido superado, pero eso no ha sido otra cosa que uno de los tantos
malentendidos. El desarrollo de esos temas le permite señalar la diferencia
entre Freud y Lacan en el capítulo sobre la animación de las cosas.
Otro punto resaltado en
el capítulo sobre la infancia y lo grave es el modo en que toda demanda aparece
a priori medicalizada, con la apelación a la medicina que recurre a la ciencia,
con el valor de verdad absoluta que ésta ha adquirido en los tiempos que corren
(salvo, cabe agregar ya que he mencionado a Feyerabend, la crítica que él ha
realizado tanto a la ciencia como a los médicos, pero claro no hablamos en ese
caso del común de los mortales). Esa situación conduce a los padres a adherir a
promesas terapéuticas que conduzcan a que “el niño se vuelva manejable y
llevadero”. Podría agregar que eso no sólo ocurre con los niños, también con
los adolescentes y jóvenes. Cualquiera que pueda escuchar la demanda de padres
de los aludidos puede recomendar el retorno de la famosa escuela para padres
que se encuentran cada vez más desorientados.
Otro capítulo en que
emerge el recorte clínico de un niño en análisis es el que se denomina
juguetes. Allí se da cuenta del viraje que se pudo producir al cambiar la
posición del niño a través del juego: de ser el niño “objeto de un sacrificio”
pasó a ser una ficha sacrificada con una implicación diferente sobre su cuerpo,
que condujo a que se produzca un movimiento que posibilitó la puesta en juego
de una pérdida. Todo ello sucedió sin la necesidad de situar al niño en un
lugar específico, como si fuera la ficha sacrificada, para promover la función
de la indeterminación que posibilitó el desplazamiento de las diferentes
representaciones. Creo que lo fundamental en ese caso es el tema del cuerpo.
El siguiente capítulo en
colaboración con Paula se denomina mortinato, pero lo podríamos llamar del bebé
hamletiano, pues no había sido despedido por sus padres en ritos funerarios. Se
trata de un mellizo que habiendo fallecido la madre no sabía nada de él, y el
padre manifestaba que había sido enterrado pero no sabía dónde. Los padres se
comportaron entonces como si lo pasado pisado, contrariando al poeta que
sostenía que el pasado no es irreparable, pues el pasado en definitiva no es
otra cosa que lo que nuestra memoria quiere, dado que el pasado es nuestra
memoria del pasado. En la consulta por el hermano vivo surge el síntoma de un
problema de pronunciación, justamente, de las consonantes del hermano
innombrable. El juego dio lugar al pasaje del rechazo del duelo a la
incorporación del ausente a través de la pregunta por dónde está su hermano.
Respecto a ese interrogante allí se comenta lo que ha dicho Phillipe Julien con
relación a ese tema, y lo destaco porque me parece que es siempre un
interrogante de los adultos cuando ocurren episodios desgraciados en las
familias, y seguramente por ese motivo se le ocurrió recordar el interrogante:
“si se debe transmitir o no, a la generación siguiente, el relato de los
acontecimientos dolorosos que la han precedido”. La alusión a Philippe Julien
produjo otra evocación en la que están involucrados los niños pero en la que
habrá que diferenciarse de lo que sostiene si uno lo toma con relación a la
infancia. En ese otro texto Julien interroga (El manto de Noé. Ensayo sobre
la paternidad, citado por Jean Michel Rabete, en Lacan literario) “¿qué
hay mejor en el mundo para un hijo que el amor de la madre?”; y al agregar que
su saber provenía de la gestación y de la lactancia afirma que “Tiene un saber
que ningún hombre, ni siquiera el mejor del mundo, podría verdaderamente
reemplazar o imaginar. Es por ello que si el padre es eminentemente
intercambiable en su papel de educador, la madre, por el contrario, no lo es y
no puede ser reemplazada por el padre”. Ni la versión buena de la madre de
Melanie Klein o Winnicott, habían llegado a tanto. Evocando la infancia, la
bondad y el amor de la madre, tenemos el relato de Françoise Dolto sobre
la de ella, cuando ante la muerte de su hermana la madre le hizo saber que eso
había sucedido porque ella no había rezado lo suficiente.
Durante varios capítulos
encontramos el precursor de Miguel si aceptamos la idea de que cada escritor
crea sus precursores, y tenemos en cuenta las alusiones a Jorge Fukelman,
además de la explícita referencia a las conversaciones que mantuvieron con él
Miguel y Paula que tomó la forma de libro. En el capítulo final, con un tema
que muestra la coherencia argumental presente en todo el libro, al trabajar
sobre la voz, aún dejando las reservas del caso - al igual que René
Girard- sobre el tema del asesinato primordial dado que no había ley,
Miguel comenta Tótem y tabú, para hablar de la filiación que no se reduce a una
mera transmisión de la palabra (donde se diferencia la filiación de la
melancolía).
Para finalizar quisiera
destacar de este libro que a pesar de las múltiples referencias y temas
trabajados en su desarrollo, lo que encontré en el autor me llevó a otra
evocación, la de un crítico de Freud como fue Wittgenstein, cuando ante la
pregunta si encontraba erudición en Freud, las contundentes palabras con las
que respondió fueron: erudición no, inteligencia sí.
Marcelo
Izaguirre