Marcas de la infancia (*)
Por Miguel J. Lares
Sobre
infancias que no son precisamente un paraíso tenemos un creciente testimonio en
nuestro sistema. Abuso, maltrato, primeros años de vida transcurridos en
condiciones socio-ambientales precarias, forman parte de historias que estamos
escuchando cada vez con más frecuencia en el consultorio, cuando antes y en ese
número más bien formaban parte de la casuística hospitalaria. Tratos
dispensados a los niños por parte de su familia de origen o que salen a la luz
cuando los chicos son adoptados y son sus padres adoptantes los que movilizan
una consulta.
En
estas historias y pre-historias infantiles hay algo del orden de las marcas en
el cuerpo que parece quedar siempre especialmente subrayado y por otra parte no
hay infancia que no implique un cuerpo marcado.
Por
lo tanto se me ocurrió que podía ser interesante acercar de un modo general alguna
brevísima reflexión sobre esto de las marcas en la infancia. Para dar pie voy a
compartir con ustedes una anécdota que unos años atrás alguien de mi entorno me hizo llegar en forma
escrita. Esta persona, en el
contexto de un viaje a una zona altiplánica, montañosa, rural y de población
mayoritariamente nativa, había observado algo que lo había
impresionado particularmente.
Doy
paso a lo que escribió el relator:
“Me encontraba en un
sitio elevado al cual se accedía mediante un funicular. Se trataba de un cerro
en cuya cima se encuentra emplazada una estatua religiosa. Recorriendo los
bordes de la cima descubrí que no daba directamente a un despeñadero sino que
la montaña presentaba, 4 o 5 metros más abajo, una explanada natural que no contaba con baranda de contención. En
esa especie de “balcón terraza” natural había lugareños parados y sentados que
apreciaban el paisaje. Observando distraídamente a ese grupo pronto mí atención
se vio captada por una muchacha y un joven que parecían ser una pareja o
hermanos quizás. A su lado una niñita, que rondaría los 3 años y que
indudablemente tenía relación con esa pareja,
se desplazaba libremente sobre la explanada, brincando de manera
repetida, casi al borde del barranco. La escena observada me provocó
intranquilidad, la cual se agudizó cuando llevando la mirada hacia los que
estaban cerca de la niña constaté la absoluta indiferencia de esos personajes,
quienes se suponía eran los cuidadores de la pequeña. Mi inmediata
interpretación fue que la chiquita era demasiado pequeña para mensurar el
riesgo que conllevaba desplazarse en ese lugar. Fue un momento difícil por la
zozobra, susto y angustia que experimenté.
Sin intervenir decidí retirarme. La rápida evaluación que hice en ese momento
fue que no podía calcular la consecuencia que conllevaría una intervención de
mi parte en que la elevara la voz para advertir sobre lo que a mi entender representaba
una situación peligrosísima para la niña ¿Y si la irrupción de un grito por
parte de un personaje forastero desencadenaba la tragedia que con esa
advertencia trataba de prevenirse? Esa fue la pregunta que luego pude
reconstruir y que según mi interpretación estuvo en la base de mi inacción. Mi
retiro de la escena, sin intervenir, no fue sencillo: supuso un considerable
malestar que perduró gran parte de lo que restaba del día.”.
Aquí
cierra el relato. Antes de comentar algo sobre la anécdota, abro un paréntesis para
volver sobre lo que denominamos marcas de la infancia.
Indudablemente
la observación y análisis que como adultos hacemos de la actividad de los
niños y el dictamen que sobre eso efectuamos
está determinado por la relación que mantenemos con nuestras propias marcas de
la infancia.
Esa
posibilidad de lectura tiene un sustento y una consecuencia. El sustento es que
leer en relación a las marcas de la infancia implica ya no estar en la
infancia. La consecuencia que se vincula a ese sustento es que interpretar lo
que es lúdico supone deslindar lo que es juego de los efectos producidos en un
más allá del juego. Es decir, implica el reconocimiento y la implicación
respecto a lo que es o no juego.
La
marcación de ese deslinde entre lo que es y no es juego con la debida
implicación subjetiva comienza en la pubertad. La facultad de engendramiento y
embarazo, momento más lógico que biológico, señala la entrada en el “mercado del deseo” y la posibilidad de
encuentro sexual con un partenaire. En ese mercado el individuo comienza a
verse y a ser visto en una dimensión en la que hay deseos, propios y de los
demás, que circulan y comprometen la imagen del cuerpo. ¿Por qué la imagen del cuerpo
y no meramente el cuerpo?
Porque
es en y por la dimensión de la imagen donde se produce la captura sexual, es la
vía de entrada.
Lo
relativo a los deseos se revela en el campo de la imagen y la ubicación de la
imagen se da en un campo que es el del lenguaje, lo cual posibilita una lectura.
En ese sentido las marcas de la infancia, en su connotación traumática, se
escriben y se leen en la adolescencia.
¿Cómo
se sitúa esto de las marcas antes de la pubertad?
Hay
un término, coalescencia, que es utilizado para explicar los fenómenos de
soldadura, en particular de metales y en química, entre dos elementos de
diferentes especies, que tienen una compatibilidad estructural y en virtud de lo
cual los componentes de ambos elementos se desarrollan, uno sobre el otro, en
determinadas direcciones.
Tempranamente
el niño hace una coalescencia entre lo que constituye una primerísima
aprehensión de su imagen y las trazas sonoras del lenguaje. La lengua en la que
le han hablado deja sus impresos, impregnando al niño en palabras habladas y escuchadas. Impregnación que se da
por la vía de una abertura específica, en el orden de la imagen y que se pone
en escena con quienes lo cuidan. Hay un primer retome de ese núcleo primordial
en orden a dos acontecimientos estructurales que son contemporáneos: la primerísima
y fugaz aprehensión de la imagen del cuerpo como gestalt y el pasaje del laleo
universal al particular de una lengua. Esto constituye la marca en un estatuto
particular y no cabal ya que todavía no flexiona sobre sí. La brevedad del
tiempo me impide avanzar sobre la afinidad de esa marca con el campo de los
números y la música.
Sobre
un ejemplo sencillo que da cuenta de una marca que en la infancia no flexiona
aún sobre sí, pensemos en esto: a ninguno de nosotros, al menos no a mí, se nos
ocurriría responsabilizar a un niño pequeño con relación a un lapsus. No porque
no podamos indicárselo, en la mayor parte de los casos eso tiene un efecto más
cómico que chistoso. Pero no esperamos que el niñito se haga cargo de las
consecuencias de la barra que supone un lapsus, como sí lo hacemos en un
adulto.
Como
decíamos esa posibilidad de flexión resulta posible a partir de la pubertad. Lo
que sigue lo voy a decir también de un modo rápido e incompleto. Es a partir de
la pubertad que también se hace patente, sexualidad mediante, que no hay
representaciones que ubiquen de manera cabal a un hombre y a una mujer como
tales. Esa carencia testimonia algo que es del orden de un vacío. A ese vacío
los sujetos que ya han pasado por la pubertad le responden con una falta, la
falta que si no existiera permitiría la ubicación en las diferencias sexuales.
La falta circunvala el vacío permitiendo que no sea infinito. Esto de la falta
circunvalando un vacío vale tanto para la sexualidad como para la muerte, de
eso se trata a veces el acompañamiento que efectuamos a quien se encuentra en
una labor de duelo.
En
lo relativo a la sexualidad cada cual
llega al encuentro con su partenaire con ese interregno en el que se juega la
dialéctica entre vacío y falta y ahí es donde se localiza la posibilidad de un
hijo como producto y como resto. Y es también en esa zona parental donde se
posibilitará jugar y con ello una infancia posible.
Volvamos
ahora a la anécdota. Decíamos que en la delimitación de lo que es o no es juego,
los adultos funcionan como sostén de un espejo en el cual alguien se reconoce
como niño y ese espejo delimita una perspectiva desde la cual se produce un más
allá y un más acá del juego.
La
historia alude a distintas perspectivas respecto de la actividad infantil. Lamentablemente, de los personajes que forman
parte de la escena sólo contamos con el testimonio del espectador involuntario.
Vamos a enfocarnos en el espejo que ese personaje testimonia cuando observa a
la niñita brincando al borde del precipicio lo tomó de las tripas. Digámoslo así: le importó, lo suficiente como para sentirse afectado, armar un
relato y transmitirlo.
Si
alguien dice o da a entender “me importa”
¿Dónde se sostiene el me? Ese “me” es subsidiario de la relación que
cada uno de nosotros mantenemos con nuestra propia imagen. Relación que, como
decíamos, reviste su complejidad.
Y
por otro lado sentimos cierta empatía con la reacción del espectador angustiado.
Aunque parece que fuera de suyo, bien vale reflexionar por qué. Esa zona
compartida del espectador angustiado, el consenso y la comprensión respecto del
significado del suceso y de la reacción concomitante sitúa a todos aquellos que coinciden en una masa. Por
ejemplo la masa de todos quienes consideramos que la infancia es menester
que transcurra en una dimensión que no sea la del precipicio. Pero atención que
en este caso, otros pueden constituir una masa en la que coinciden respecto a que esa zona
es una en la que transcurre la vida infantil. Bien podría ser que la gente de ese
lugar montañoso considere habilitada esa zona como una lúdica para los pequeños
de 3 años. Quizás se les supone una relación con el espejo como aquella que se
le podría atribuir a un cachorro que forma parte del paisaje o se les concede
un saber transmitido ancestralmente. No lo sabemos, pero tratándose de lo que
podría denominarse una región pre-industrial yo al menos, no me precipitaría en
un juicio sobre la impasividad de la pareja que estaba al lado de la nena.
De
la pertenencia e identificación con una masa veníamos hablando y en algún
sentido la necesaria inclusión en un universo masificado parece que fuera a la
vida adulta lo que es el juego a la infancia: produce una delimitación y opera
como barrera, tiene una función apaciguadora,
protectora. Pero así como en el juego, aunque con consecuencias distintas,
queda demarcado un más allá. En el más allá de ese universo colectivo se sitúa
la extracción de la masa ¿Qué es lo que a alguien puede sustraerlo de la masa?
Un síntoma. No sólo eso por supuesto pero vayamos por esa vía de destino.
Bien
puede ocurrir por ejemplo que la afectación de nuestro relator derive en un
síntoma de vértigo, en diversas situaciones que pueden incluir o no la altura o
pánico cuando si se está cerca de un lugar que por su nombre tiene alguna
conexión asociativa con aquél en que transcurrió lo presenciado.
¿Qué
ocurre entonces? En tanto afectado por un síntoma, el personaje de la lícita
preocupación compartida, queda extraído de la masa y pasa a estar afectado de
un modo en el cual el universo colectivo deja de ser una referencia
eficaz. El síntoma, que por definición
no podría ser colectivo, revela que el “me importa” que antes había encontrado
eco y hasta un cierto alivio en un “nos importa” se manifiesta ahora en otra
dimensión en la que vértigo y pánico han tomado la palabra sustrayendo al
afectado del universo masificado.
Nos
estamos refiriendo a una vía sintomática pero la estructura de esa extracción
es posible encontrarla en varios órdenes que aluden todos ellos (aunque de modo
diferencial cada uno) a la función paterna. Sólo algunos ejemplos que no son
exhaustivos. En el plano mítico y lírico se encuentra en la base del nacimiento
de la tragedia cuando un individuo que formaba parte del coro primordial, se
sustrae de esa escena para asumir la voz del héroe trágico. También se
corrobora en el momento de la infancia en que el grupo de pares comienza a
convalidar comportamiento normativos que su vez delimitan quien está dentro o
fuera del grupo y eso sin desmedro de que sus integrantes vivan experiencias
íntimas en sus fantasías. O sea, es posible jugar a la aventura de héroes con
los otros y también imaginar que se es un héroe para los padres u otros
personajes significativos.
Luego,
en la pubertad y tal como lo veníamos señalando, la experiencia de la fantasía
íntima toma otro giro en la medida que ya es posible el desencadenamiento de
eventos en un más allá de la escena lúdica o fantasiosa. En ese linaje se sitúa
la posibilidad de construcción de un síntoma. La extracción del universo
masificado por vía sintomática revela el campo de una diferencia en un sesgo irreductible.
La
escena de la nenita en el borde del precipicio bien puede ilustrar o ponerse en
correspondencia con escenas que escuchamos en las consultas por los niños.
Y
resulta interesante advertir que aquellas escenas sobre las cuales se
experimenta la mayor ajenidad o que
alertan los prejuicios más encendidos, es donde más advertidos deberíamos estar
sobre el índice que eso representa sobre las propias marcas de la infancia en
su relación con los objetos de goce parental. Objetos en los cuales seguramente
hemos sido retenidos y con los cuales pudimos oportunamente en la infancia armar
un juego o bien, post-pubertad mediante, retomarlos activamente en un análisis.
(*) Ponencia presentada el 9 de noviembre de 2013 en el Salón Golden Horn del Hotel Sheraton, en el marco de la XV Jornada de la Fundación Prosam, Buenos Aires, Argentina.
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